domingo, 26 de julio de 2015

CUENTO: EL ÚLTIMO MINERO
Gustavo A. Moreno Martínez moremar@prodigy.net.mx

INTRODUCCION
Este cuento fue escrito por Joaquín G. y González el 15 de marzo de 1910, originario de Guanajuato, fue inscrito en el 6to Concurso de Cuentos, donde ganó el primer lugar y fue publicado en el Periódico El Imparcial de fecha 27 de marzo de 1910. Aunque está ubicado en Guanajuato, se aplica perfectamente a cualquier mineral de principios del Siglo XX, ya que por el estilo de vida y la forma de encarar la vida es igual en todas las regiones mineras donde la explotación es subterránea. El cuento también nos introduce a ese lenguaje coloquial del ambiente minero subterráneo y nos transporta a ese mundo a donde se sabe a qué horas se entra, pero nunca se sabe si vas a salir. Don José, el personaje del cuento, también nos muestra el amor al terruño, que no importa si es grande o pequeño, todo lo que importa es el haber pasado un tiempo maravilloso en él. Don José sintió, supongo, lo mismo que sintieron los mineros de Chivatera, Buenavista, La Veta, La Campana; cuando fueron avisados que había que abandonar sus casas y su entorno, en aras de ampliar la explotación minera.
Lo transcribo con el propósito, y aunque tardío no deja de ser sincero, de enviar una felicitación a todos los mineros de México y especialmente a los mineros de Cananea; pero particularmente para hacer un reconocimiento a esos mineros que murieron en los cotidianos accidentes en las minas y a sus esposas que en muchos casos tuvieron que enfrentarse a la vida con varios hijos y sin dinero. También, a esos mineros que lograron que durante décadas los habitantes de Cananea tuvieran un nivel de vida decoroso, obteniendo triunfos que ninguna otra sección sindical logró en otra parte de México; en una lucha permanente que duró más de un siglo y que actualmente, para desgracia de Cananea, se han perdido, quizás para nunca volver.
EL ÚLTIMO MINERO
En la ladera del escarpado cerro, dominando la cañada sinuosa y pintoresca, se erguía realmente bella y majestuosa la mole de la vieja mina, transformada en un cortísimo tiempo por el toque de no sé qué mágica varilla.
En la cúspide de la montaña aún perduran los viejos murallones almenados de construcción virreinal, que de lejos hacían aparecer el “patio” con cariz de fortaleza; junto a los muros aún se esparcía el terrero corriendo por la falda de la montaña, blanco, brillante, con apariencias de capa de nieve esparcida en el flanco de un volcán. Pero abajo que profundo cambio había operado la poderosa compañía americana. Los modernos edificios de la planta de beneficio, esbeltos, ligeros, con su techumbre de reluciente zinc, se escalaban como las gradas de una colosal escalera aplicada contra la falda del cerro. En lo más alto, la ancha boca de la quebradora trituraba continuamente bocanadas de piedra; seguía el departamento de mazos, donde cien martinetes enormes colocados en fila, se agitaban en una danza interminable, rumorosa y macabra; más abajo las concentradoras poseídas de un temblor nervioso, marcaban un vaivén acompasado, y por último, en la llanura, los tanques de cianuro erguían sus siluetas negras y rechonchitas, como burgueses satisfechos que hacen tranquilamente la digestión del oro y del veneno mezclados simbólicamente en su panza redonda.
Don José, enhiesto a pesar de sus setenta años de trabajo abrumador, miraba el espectáculo desde el dintel de su casucha, graciosa construcción de adobe encerrada en un verde cinturón de órganos y nopales. Los ojillos del viejo, acostumbrados a la noche eterna de las minas, se paseaban huraños por el cerro de enfrente, recorriendo de un extremo a otro los triunfantes edificios de la compañía. Escuchaba el zumbido incesante de las máquinas, y veía con asombro hostil las góndolas cargadas de mineral que circulaban por la vía-cable aérea, como pájaros laboriosos que volaran continuamente de la mina a la hacienda, a verter su ración en las fauces hambrientas de la quebradora. 
Don José no sentía admiración por todos esos adelantos que en tan pocos años habían transformado hasta el corazón del mineral. Era un rezagado, un nostálgico de los antiguos tiempos y en prueba de su amor al pasado, se resistía a vestir el uniforme de mezclilla azul que manda a sustituir en nuestro pueblo el clásico traje de minero. Él lo portaba aun orgullosamente: sombrero de “piloncillo” de negra copa, una especie de levita de jerga sin mangas; “patio” con grandes iniciales bordadas en rojo, pantalón pegado y el huarache con correas sobre los dedos, que en tierra extraña distingue al “tuzo” guanajuatense del “pata de gallo” zacatecano.
Nacido en la gran época de las bonanzas, su barreta había mordido briosamente todos los hijos de la “veta madre”, como “buscón” disfrutó su parte en los “clavos” celebres, y sus ojillos brillaban de alegría al recordar las épocas en que salía el sábado por la tarde del “partidero” con su sombrero copeteado de pesos, producto de su trabajo de una sola semana, para ir a tirarlos fanfarronamente en unas cuantas horas de parranda en las cantinas de los barrios altos.
Asistió después a la agonía del mineral.
Las vetas riquísimas entraron en “borrasca”; el agua ganó el laberinto de las labores, poco a poco los “malacates” paralizaron sus músculos potentes y quedaron abandonados allí, en las bocas de los tiros, como esqueletos de animales apocalípticos, junto a los restos de las calderas tapizadas de musgo y herrumbre.
Cuando reinó el silencio en las cañadas y la población minera voló por todos los ámbitos de la República, a Pozos, Pachuca y Cananea, don José permaneció fiel en su alegre casita rodeada de nopales, frente por frente de la mina donde vertió su sudor desde niño, cuando como “morrongo” seguía, con la tea en la mano, las largas escaleras temblorosas alumbrando al “pueble” que bajaba cantando alabanzas.
Todos se fueron menos él. No se resolvía a abandonar los dos grandes amores de su vida; su casita construida por humorada en una época bonancible con el dinero que al azar escapó de la parranda; la casita aquella donde la vieja que hoy duerme bajo tierra lo esperaba por las tardes al salir del trabajo y donde aprendió a gatear su único hijo, José el chico, el otro gran querer que lo ligaba a la vida.
Muerta la esposa, ¡como dejar al niño, aunque el trabajo escaseara! ¡A quien encargar el nidito mientras el dueño se iba al éxodo lejano y penoso! Se quedó, aguantando privaciones y miserias, hasta que un nuevo soplo resucitó el muerto mineral: los cables de la fuerza eléctrica cruzaron los cerros; las construcciones gigantescas se elevaron al lado de las antiguas minas, y las bandas de golondrinas volvieron alegremente a sus queridos cerros.
La resurrección llegó tarde para don José, pero muy a tiempo para José el chico, que, mozo garrido ya, ocupó valientemente en la mina el puesto de barretero que había dejado su padre.
Ya no se obtenían aquellas ganancias fabulosas, pero en fin, el jornal eran bastante y seguro, y la alegría hubiera reinado en la casita aquella, santuario de recuerdos y amparo de una vejez, si las exigencias de la negociación no hubieran requerido ampliar las dependencias del molino, ocupando precisamente aquel terreno. Fue inútil la resistencia; la “utilidad pública” está por encima de todo; se procedió al avalúo, el viejo recibió colérico el precio fijado por los peritos, y se le señaló un lapso para desocupar el viejo nido.
Aquella tarde expiraba el plazo por eso don José contemplaba con odio, a la luz de la tarde, las triunfantes erguidas en el cerro de enfrente, las viejas murallas almenadas y las góndolas, que surcaban el espacio, de la hacienda a la mina, en su constante ir venir de pájaros laboriosos.
La muda contemplación del viejo fue interrumpida por las señales que un grupo de hombres hacia desde lo alto del terrero, en el otro cerro. En un principio no presto atención, pero notó muy pronto que los gestos iban dirigidos a él, y después los chiflidos  ̶ esa telegrafía inalámbrica de los montañeses ̶  le trajeron perceptiblemente esta palabras:
̶  ¡Don Joseeé! ¡Venga acaaaá! ̶
Quien sabe que oscuro presentimiento apretó rudamente el corazón dl minero. Sin una mirada para su casa vacía, se lanzó cuesta abajo por la ladera, subió por la pendiente opuesta, llegó jadeante a la puerta del patio, y en medio de él, junto a la boca del tiro, vio un cerro de hombres apretados alrededor de algo que no alcanzó a distinguir de pronto. Se abrió paso entre la gente y, por fin, pudo ver dos cuerpos ensangrentados, rotos, deshechos; dos mineros triturados bárbaramente por un barreno. Más lejos, otro cuerpo yacente, el de José el chico, su hijo. No presentaba ninguna herida, pero en la cara se marcaban las huellas violáceas de la asfixia. Junto a él, un médico americano, en mangas de camisa, intentaba sudoroso, establecer en el cuerpo la respiración artificial. El viejo se arrodilló a su lado; seguía convulso los movimientos del doctor pretendiendo ayudarlo torpemente. De cuando en cuando se inclinaba, apretando su cara contra la de su hijo, espiando un soplo de aire, una palpitación, un movimiento. La escena duró media hora; por fin, el médico se puso de pie, limpió el sudor que bañaba su cara y dejó de trabajar exclamando “ It is Impossible”, y después una interjección en que sonó el nombre de Dios.
El viejo sin levantar los ojos, continuaba moviendo los brazos ya semirígidos del cadáver, hasta que se acercaron unos hombres lo apartaron piadosamente y colocaron el cuerpo en unas parihuelas, al lado de los restos sangrientos de los otros dos barreteros.
El cortejo penetró en las sinuosas calles de Guanajuato. Las mujeres llorosas, de faz atribulada, llevando a cuestas a sus niños recientemente huérfanos, trotaban junto a las familias. Don José con su andar de robusto septuagenario no doblegado por los años ni las fatigas, seguía la camilla donde se zarandeaba el cadáver de José, de su niño adorado, del ser que inundó de alegría su alma de joven y que ahora llevaba el pan a sus labios de viejo inútil ya para la faena.
Sus ojos extraviados y huraños no vertían una lágrima; se clavaban hoscamente, furiosamente, en los grupos de curiosos que se detenían a ver pasar la plañidera comitiva.
Por fin, esta llegó frente al hospital de Belén. Las camillas penetraron en el misterioso portalón; poco después tres campanillazos anunciaron que los tres cuerpos descansaban en las losas de mármol del anfiteatro y el doliente grupo de los padres, las esposas y los hijos quedó afuera, ahogando los sollozos, apretándose los unos con los otros, como ramitas abatidas por la misma racha de viento.
Aparte don José, con un dolor reconcentrado y silencioso, contempló largo rato la puerta por donde había desaparecido el cuerpo de su hijo.
Estaba al caer la tarde cuando instintivamente, con pasos sonámbulos, el anciano llegó a su casita.
El oro del crepúsculo envolvía en una aureola brillante los pulidos techos del molino y dibujaba penachos de la luz de los lejanos crestones de la Bufa.
Próximo a llegar, un ruido extraño, como de algo que se derrumba, lo detuvo junto a un alto fresno. Avanzó hasta el recodo de la vereda y vio una cuadrilla de obreros con picos y palas demoliendo las blancas paredes, destrabando los techos, cortando cruelmente la verde nopalera.
El primer impulso del viejo fue arrojarse con los ojos chispeantes sobre el grupo, pero súbitamente paralizado, vaciló, buscó apoyo, se abrazó al tronco de un añoso árbol y así, apoyadas una en otra aquellas dos ancianidades, miraron avanzar la obra sacrílega.
El ruido de los cien mazos llenaba triunfalmente la cañada; impedía escuchar el ruido de los picos de los sepultureros; pero el viejo los oía y a medida que la obra avanzaba, sus ojos hasta entonces enjutos, lloraban gruesos lagrimones que escurrían por las atezadas mejillas, lloraba sin sollozos y sin muecas, tristemente, trágicamente, como lloran los hombres……..

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