CUENTO:
EL ÚLTIMO MINERO
Gustavo A. Moreno
Martínez moremar@prodigy.net.mx
INTRODUCCION
Este cuento fue
escrito por Joaquín G. y González el 15 de marzo de 1910, originario de
Guanajuato, fue inscrito en el 6to Concurso de Cuentos, donde ganó
el primer lugar y fue publicado en el Periódico El Imparcial de fecha 27 de
marzo de 1910. Aunque está ubicado en Guanajuato, se aplica perfectamente a
cualquier mineral de principios del Siglo XX, ya que por el estilo de vida y la
forma de encarar la vida es igual en todas las regiones mineras donde la
explotación es subterránea. El cuento también nos introduce a ese lenguaje
coloquial del ambiente minero subterráneo y nos transporta a ese mundo a donde
se sabe a qué horas se entra, pero nunca se sabe si vas a salir. Don José, el
personaje del cuento, también nos muestra el amor al terruño, que no importa si
es grande o pequeño, todo lo que importa es el haber pasado un tiempo
maravilloso en él. Don José sintió, supongo, lo mismo que sintieron los mineros
de Chivatera, Buenavista, La Veta, La Campana; cuando fueron avisados que había
que abandonar sus casas y su entorno, en aras de ampliar la explotación minera.
Lo transcribo con el
propósito, y aunque tardío no deja de ser sincero, de enviar una felicitación a
todos los mineros de México y especialmente a los mineros de Cananea; pero
particularmente para hacer un reconocimiento a esos mineros que murieron en los
cotidianos accidentes en las minas y a sus esposas que en muchos casos tuvieron
que enfrentarse a la vida con varios hijos y sin dinero. También, a esos
mineros que lograron que durante décadas los habitantes de Cananea tuvieran un
nivel de vida decoroso, obteniendo triunfos que ninguna otra sección sindical
logró en otra parte de México; en una lucha permanente que duró más de un siglo
y que actualmente, para desgracia de Cananea, se han perdido, quizás para nunca
volver.
EL
ÚLTIMO MINERO
En la ladera del
escarpado cerro, dominando la cañada sinuosa y pintoresca, se erguía realmente
bella y majestuosa la mole de la vieja mina, transformada en un cortísimo
tiempo por el toque de no sé qué mágica varilla.
En la cúspide de la
montaña aún perduran los viejos murallones almenados de construcción virreinal,
que de lejos hacían aparecer el “patio” con cariz de fortaleza; junto a los
muros aún se esparcía el terrero corriendo por la falda de la montaña, blanco,
brillante, con apariencias de capa de nieve esparcida en el flanco de un
volcán. Pero abajo que profundo cambio había operado la poderosa compañía americana.
Los modernos edificios de la planta de beneficio, esbeltos, ligeros, con su
techumbre de reluciente zinc, se escalaban como las gradas de una colosal
escalera aplicada contra la falda del cerro. En lo más alto, la ancha boca de
la quebradora trituraba continuamente bocanadas de piedra; seguía el departamento
de mazos, donde cien martinetes enormes colocados en fila, se agitaban en una
danza interminable, rumorosa y macabra; más abajo las concentradoras poseídas de
un temblor nervioso, marcaban un vaivén acompasado, y por último, en la
llanura, los tanques de cianuro erguían sus siluetas negras y rechonchitas,
como burgueses satisfechos que hacen tranquilamente la digestión del oro y del
veneno mezclados simbólicamente en su panza redonda.
Don José, enhiesto a
pesar de sus setenta años de trabajo abrumador, miraba el espectáculo desde el
dintel de su casucha, graciosa construcción de adobe encerrada en un verde
cinturón de órganos y nopales. Los ojillos del viejo, acostumbrados a la noche
eterna de las minas, se paseaban huraños por el cerro de enfrente, recorriendo
de un extremo a otro los triunfantes edificios de la compañía. Escuchaba el
zumbido incesante de las máquinas, y veía con asombro hostil las góndolas
cargadas de mineral que circulaban por la vía-cable aérea, como pájaros
laboriosos que volaran continuamente de la mina a la hacienda, a verter su
ración en las fauces hambrientas de la quebradora.
Don
José no sentía admiración por todos esos adelantos que en tan pocos años habían
transformado hasta el corazón del mineral. Era un rezagado, un nostálgico de
los antiguos tiempos y en prueba de su amor al pasado, se resistía a vestir el
uniforme de mezclilla azul que manda a sustituir en nuestro pueblo el clásico
traje de minero. Él lo portaba aun orgullosamente: sombrero de “piloncillo” de
negra copa, una especie de levita de jerga sin mangas; “patio” con grandes iniciales
bordadas en rojo, pantalón pegado y el huarache con correas sobre los dedos,
que en tierra extraña distingue al “tuzo” guanajuatense del “pata de gallo”
zacatecano.
Nacido en la gran
época de las bonanzas, su barreta había mordido briosamente todos los hijos de
la “veta madre”, como “buscón” disfrutó su parte en los “clavos” celebres, y
sus ojillos brillaban de alegría al recordar las épocas en que salía el sábado
por la tarde del “partidero” con su sombrero copeteado de pesos, producto de su
trabajo de una sola semana, para ir a tirarlos fanfarronamente en unas cuantas
horas de parranda en las cantinas de los barrios altos.
Asistió después a la
agonía del mineral.
Las vetas riquísimas
entraron en “borrasca”; el agua ganó el laberinto de las labores, poco a poco
los “malacates” paralizaron sus músculos potentes y quedaron abandonados allí,
en las bocas de los tiros, como esqueletos de animales apocalípticos, junto a
los restos de las calderas tapizadas de musgo y herrumbre.
Cuando reinó el
silencio en las cañadas y la población minera voló por todos los ámbitos de la
República, a Pozos, Pachuca y Cananea, don José permaneció fiel en su alegre
casita rodeada de nopales, frente por frente de la mina donde vertió su sudor
desde niño, cuando como “morrongo” seguía, con la tea en la mano, las largas
escaleras temblorosas alumbrando al “pueble” que bajaba cantando alabanzas.
Todos se fueron menos
él. No se resolvía a abandonar los dos grandes amores de su vida; su casita construida
por humorada en una época bonancible con el dinero que al azar escapó de la
parranda; la casita aquella donde la vieja que hoy duerme bajo tierra lo
esperaba por las tardes al salir del trabajo y donde aprendió a gatear su único
hijo, José el chico, el otro gran querer que lo ligaba a la vida.
Muerta la esposa, ¡como
dejar al niño, aunque el trabajo escaseara! ¡A quien encargar el nidito
mientras el dueño se iba al éxodo lejano y penoso! Se quedó, aguantando
privaciones y miserias, hasta que un nuevo soplo resucitó el muerto mineral: los
cables de la fuerza eléctrica cruzaron los cerros; las construcciones
gigantescas se elevaron al lado de las antiguas minas, y las bandas de
golondrinas volvieron alegremente a sus queridos cerros.
La resurrección llegó
tarde para don José, pero muy a tiempo para José el chico, que, mozo garrido
ya, ocupó valientemente en la mina el puesto de barretero que había dejado su
padre.
Ya no se obtenían aquellas
ganancias fabulosas, pero en fin, el jornal eran bastante y seguro, y la alegría
hubiera reinado en la casita aquella, santuario de recuerdos y amparo de una
vejez, si las exigencias de la negociación no hubieran requerido ampliar las
dependencias del molino, ocupando precisamente aquel terreno. Fue inútil la resistencia;
la “utilidad pública” está por encima de todo; se procedió al avalúo, el viejo
recibió colérico el precio fijado por los peritos, y se le señaló un lapso para
desocupar el viejo nido.
Aquella tarde
expiraba el plazo por eso don José contemplaba con odio, a la luz de la tarde,
las triunfantes erguidas en el cerro de enfrente, las viejas murallas almenadas
y las góndolas, que surcaban el espacio, de la hacienda a la mina, en su
constante ir venir de pájaros laboriosos.
La muda contemplación
del viejo fue interrumpida por las señales que un grupo de hombres hacia desde
lo alto del terrero, en el otro cerro. En un principio no presto atención, pero
notó muy pronto que los gestos iban dirigidos a él, y después los chiflidos ̶ esa telegrafía inalámbrica de los montañeses
̶ le trajeron perceptiblemente esta
palabras:
̶ ¡Don Joseeé! ¡Venga acaaaá! ̶
Quien
sabe que oscuro presentimiento apretó rudamente el corazón dl minero. Sin una
mirada para su casa vacía, se lanzó cuesta abajo por la ladera, subió por la
pendiente opuesta, llegó jadeante a la puerta del patio, y en medio de él,
junto a la boca del tiro, vio un cerro de hombres apretados alrededor de algo
que no alcanzó a distinguir de pronto. Se abrió paso entre la gente y, por fin,
pudo ver dos cuerpos ensangrentados, rotos, deshechos; dos mineros triturados bárbaramente
por un barreno. Más lejos, otro cuerpo yacente, el de José el chico, su hijo.
No presentaba ninguna herida, pero en la cara se marcaban las huellas violáceas
de la asfixia. Junto a él, un médico americano, en mangas de camisa, intentaba
sudoroso, establecer en el cuerpo la respiración artificial. El viejo se
arrodilló a su lado; seguía convulso los movimientos del doctor pretendiendo
ayudarlo torpemente. De cuando en cuando se inclinaba, apretando su cara contra
la de su hijo, espiando un soplo de aire, una palpitación, un movimiento. La
escena duró media hora; por fin, el médico se puso de pie, limpió el sudor que
bañaba su cara y dejó de trabajar exclamando “ It is Impossible”, y después una
interjección en que sonó el nombre de Dios.
El
viejo sin levantar los ojos, continuaba moviendo los brazos ya semirígidos del cadáver,
hasta que se acercaron unos hombres lo apartaron piadosamente y colocaron el
cuerpo en unas parihuelas, al lado de los restos sangrientos de los otros dos
barreteros.
El
cortejo penetró en las sinuosas calles de Guanajuato. Las mujeres llorosas, de
faz atribulada, llevando a cuestas a sus niños recientemente huérfanos,
trotaban junto a las familias. Don José con su andar de robusto septuagenario
no doblegado por los años ni las fatigas, seguía la camilla donde se zarandeaba
el cadáver de José, de su niño adorado, del ser que inundó de alegría su alma
de joven y que ahora llevaba el pan a sus labios de viejo inútil ya para la
faena.
Sus
ojos extraviados y huraños no vertían una lágrima; se clavaban hoscamente, furiosamente,
en los grupos de curiosos que se detenían a ver pasar la plañidera comitiva.
Por
fin, esta llegó frente al hospital de Belén. Las camillas penetraron en el
misterioso portalón; poco después tres campanillazos anunciaron que los tres
cuerpos descansaban en las losas de mármol del anfiteatro y el doliente grupo
de los padres, las esposas y los hijos quedó afuera, ahogando los sollozos,
apretándose los unos con los otros, como ramitas abatidas por la misma racha de
viento.
Aparte
don José, con un dolor reconcentrado y silencioso, contempló largo rato la
puerta por donde había desaparecido el cuerpo de su hijo.
Estaba
al caer la tarde cuando instintivamente, con pasos sonámbulos, el anciano llegó
a su casita.
El
oro del crepúsculo envolvía en una aureola brillante los pulidos techos del molino
y dibujaba penachos de la luz de los lejanos crestones de la Bufa.
Próximo
a llegar, un ruido extraño, como de algo que se derrumba, lo detuvo junto a un
alto fresno. Avanzó hasta el recodo de la vereda y vio una cuadrilla de obreros
con picos y palas demoliendo las blancas paredes, destrabando los techos,
cortando cruelmente la verde nopalera.
El
primer impulso del viejo fue arrojarse con los ojos chispeantes sobre el grupo,
pero súbitamente paralizado, vaciló, buscó apoyo, se abrazó al tronco de un
añoso árbol y así, apoyadas una en otra aquellas dos ancianidades, miraron
avanzar la obra sacrílega.
El
ruido de los cien mazos llenaba triunfalmente la cañada; impedía escuchar el
ruido de los picos de los sepultureros; pero el viejo los oía y a medida que la
obra avanzaba, sus ojos hasta entonces enjutos, lloraban gruesos lagrimones que
escurrían por las atezadas mejillas, lloraba sin sollozos y sin muecas,
tristemente, trágicamente, como lloran los hombres……..
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